La ciudad sin ti (Pedro Lemebel, en la voz de Pedro Carlos Lemus)
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vor 3 Jahren
Quién podría haber pensado entonces que me ibas a penar el resto de
la vida, como una música tonta, como la más vulgar canción, de esas
que escuchan las tías solas o las mujeres cursis. Canciones de
folletín que a veces aúllan en algún programa radial. Y era tan
raro que te gustara esa melodía romanticona a ti, un muchacho de la
Jota, en ese liceo público donde cursábamos la educación media en
plena Unidad Popular. Más extraño era que, siendo yo un mariposuelo
evidente, fueras el único que me daba pelota en mi rincón del
patio, arriesgándote a las burlas. “Pues la ciudad sin ti... está
solitaria”, no dejabas de canturrear con esa risa tristona que yo
evitaba compartir para no complicarte. Hace poco, después de tantos
años, volví a escuchar esa canción y supe que entonces admiraba tu
candor revolucionario, amaba tu alegre compromiso que se enfureció
tanto cuando supiste que los fachos iban a destruir el mural de la
Ramona Parra en el frontis del liceo. Hay que hacer guardia toda la
noche, dijiste, y nadie te hizo caso porque al otro día había una
prueba. Qué importa la prueba, me da una güeva, yo me quedo
cuidando el mural del pueblo. Y a mí tampoco me importó la prueba
cuando escapé de mi casa a medianoche y me fui al liceo y te
encontré acurrucado empuñando un palo, haciendo guardia bajo el
mural de pájaros, puños alzados y bocas hambrientas. “Pues la
ciudad sin ti...”, reíste sorprendido al verme, haciendo un espacio
para que me sentara a tu lado. No lo podías creer, y me mirabas y
cantabas “todas las calles llenas de gente están, y por el aire
suena una música”. Te vine a hacer compañía, compañero, dije,
tiritando de tímido. Bienvenida sea su compañía, compañero, me
contestaste, pasándome el pucho a medio consumir por tu boca
jugosa. No fumo, te contesté con pudor. Entonces no fumaba, ni
piteaba, ni tomaba, ni jalaba, sólo amaba con la furia apasionada
de los dieciséis años. Pueden venir los fachos. ¿No tienes miedo?
Te contesté que no, temblando. Es por el frío, esta noche hace
mucho frío. No me creíste, pero enlazaste tu brazo en mis hombros
con un cálido apretón. “De noche salgo con alguien a bailar, nos
abrazamos, llenos de felicidad... mas la ciudad sin ti... ”. Era
extraño que cantaras esa canción y no las de Quilapayún o Víctor
Jara, que guitarreaban tus compañeros del partido. La cantabas
despacito, a media voz, como si temieras que alguien pudiera
escucharte. No sé... era como si me la cantaras sólo a mí. “Pues la
ciudad sin ti...”, musitabas cada letra en el vaho de aquella tensa
noche de vigilia. Casi no sentía el frío a tu lado, y hablando así
despacito de tantas cosas, de tanto ingenuo adolecer, me fui
relajando, adormilando en tu hombro. Pero el pavor me cortó la
respiración al escuchar unos pasos en la calle. No te muevas, me
soplaste al oído, sujetando el garrote. Pueden ser los fachos. Y
permanecimos así juntititos, con el corazón a dúo haciendo tum tum,
expectantes. Pero no eran los fachos, porque las pisadas se
perdieron en la concavidad de la calle retumbando. Y quedamos de
nuevo solos en el silencio. “Y en el aire se escucha una
música...”, volviste a cantar en mi oído, y así pasaron las horas,
y al día siguiente nos sacamos rojo en la prueba y vinieron los
exámenes de fin de año y los tiempos escolares rodaron turbulentos
en marchas por Vietnam y mitines en apoyo al Presidente Allende. Y
después la música se cortó de pronto, vino el golpe y su brutalidad
me hizo olvidar aquella canción. Nunca más supe de ti. Pasaron los
inviernos de tormenta rebalsando el Mapocho de cadáveres con un
tiro en la frente. Pasaron los inviernos con la estufa a parafina y
la tele prendida con Don Francisco y su musiquita burlesca
acompañando el cortejo de la patria en dictadura. Todo así, con
show importado, con vedettes tetudas en la falda de los generales.
La única música que retumbaba en el toque de queda era la de esa
farándula miliquera. Nunca más supe de ti, quizás escondido,
arrancado, torturado, acribillado o desapar
la vida, como una música tonta, como la más vulgar canción, de esas
que escuchan las tías solas o las mujeres cursis. Canciones de
folletín que a veces aúllan en algún programa radial. Y era tan
raro que te gustara esa melodía romanticona a ti, un muchacho de la
Jota, en ese liceo público donde cursábamos la educación media en
plena Unidad Popular. Más extraño era que, siendo yo un mariposuelo
evidente, fueras el único que me daba pelota en mi rincón del
patio, arriesgándote a las burlas. “Pues la ciudad sin ti... está
solitaria”, no dejabas de canturrear con esa risa tristona que yo
evitaba compartir para no complicarte. Hace poco, después de tantos
años, volví a escuchar esa canción y supe que entonces admiraba tu
candor revolucionario, amaba tu alegre compromiso que se enfureció
tanto cuando supiste que los fachos iban a destruir el mural de la
Ramona Parra en el frontis del liceo. Hay que hacer guardia toda la
noche, dijiste, y nadie te hizo caso porque al otro día había una
prueba. Qué importa la prueba, me da una güeva, yo me quedo
cuidando el mural del pueblo. Y a mí tampoco me importó la prueba
cuando escapé de mi casa a medianoche y me fui al liceo y te
encontré acurrucado empuñando un palo, haciendo guardia bajo el
mural de pájaros, puños alzados y bocas hambrientas. “Pues la
ciudad sin ti...”, reíste sorprendido al verme, haciendo un espacio
para que me sentara a tu lado. No lo podías creer, y me mirabas y
cantabas “todas las calles llenas de gente están, y por el aire
suena una música”. Te vine a hacer compañía, compañero, dije,
tiritando de tímido. Bienvenida sea su compañía, compañero, me
contestaste, pasándome el pucho a medio consumir por tu boca
jugosa. No fumo, te contesté con pudor. Entonces no fumaba, ni
piteaba, ni tomaba, ni jalaba, sólo amaba con la furia apasionada
de los dieciséis años. Pueden venir los fachos. ¿No tienes miedo?
Te contesté que no, temblando. Es por el frío, esta noche hace
mucho frío. No me creíste, pero enlazaste tu brazo en mis hombros
con un cálido apretón. “De noche salgo con alguien a bailar, nos
abrazamos, llenos de felicidad... mas la ciudad sin ti... ”. Era
extraño que cantaras esa canción y no las de Quilapayún o Víctor
Jara, que guitarreaban tus compañeros del partido. La cantabas
despacito, a media voz, como si temieras que alguien pudiera
escucharte. No sé... era como si me la cantaras sólo a mí. “Pues la
ciudad sin ti...”, musitabas cada letra en el vaho de aquella tensa
noche de vigilia. Casi no sentía el frío a tu lado, y hablando así
despacito de tantas cosas, de tanto ingenuo adolecer, me fui
relajando, adormilando en tu hombro. Pero el pavor me cortó la
respiración al escuchar unos pasos en la calle. No te muevas, me
soplaste al oído, sujetando el garrote. Pueden ser los fachos. Y
permanecimos así juntititos, con el corazón a dúo haciendo tum tum,
expectantes. Pero no eran los fachos, porque las pisadas se
perdieron en la concavidad de la calle retumbando. Y quedamos de
nuevo solos en el silencio. “Y en el aire se escucha una
música...”, volviste a cantar en mi oído, y así pasaron las horas,
y al día siguiente nos sacamos rojo en la prueba y vinieron los
exámenes de fin de año y los tiempos escolares rodaron turbulentos
en marchas por Vietnam y mitines en apoyo al Presidente Allende. Y
después la música se cortó de pronto, vino el golpe y su brutalidad
me hizo olvidar aquella canción. Nunca más supe de ti. Pasaron los
inviernos de tormenta rebalsando el Mapocho de cadáveres con un
tiro en la frente. Pasaron los inviernos con la estufa a parafina y
la tele prendida con Don Francisco y su musiquita burlesca
acompañando el cortejo de la patria en dictadura. Todo así, con
show importado, con vedettes tetudas en la falda de los generales.
La única música que retumbaba en el toque de queda era la de esa
farándula miliquera. Nunca más supe de ti, quizás escondido,
arrancado, torturado, acribillado o desapar
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