La ciudad de mis amigues (Bogdan Bogdanović, por Marko Barišić y Camila Dagnino)
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vor 3 Jahren
Una noche decidí subir al sitio de construcción. A lo lejos se
escuchaba un canto, una armonía de voces, un coro sin palabras.
Paso a paso, me acerqué. Observé desde un costado, desde la
oscuridad: había lámparas de acetileno, o incluso lámparas del
siglo pasado, una luz cáustica y sombras aún más cáusticas. En
esta luz, ocurría algo misterioso, secreto. [El guía, a quien
llaman] Barba, canoso y con el pelo erizado en todas direcciones,
dirige la ceremonia como un mago, como el espíritu de la piedra.
De pronto, levanta el mazo y el cincel; todos los escultores
hacen lo mismo y guardan un devoto silencio, que se apodera del
lugar y revela las voces de la noche: los grillos, el silbido de
las aves nocturnas, el murmullo distante del río Neretva. Uno de
los albañiles, claramente designado para este propósito, vuelve a
iniciar la melodía sin palabras, nasal y misteriosa, como un
ritual de los adoradores de la piedra. Barba sigue el ritmo con
el mazo, golpea el bloque frente a sí, se une al unísono. La
melodía claramente define el ritmo y la fuerza del golpe. Cuando
empieza a elevarse (ya todas las piedras cantan), el sonido de
los golpes es ensordecedor. Cuando el canto vuelve a “descender”,
los golpes se hacen menos intensos.
Cada piedra sonaba como un instrumento musical. Yo sabía, de modo
predecible, que los distintos tipos de piedra tendrían una
resonancia diferente: cuánto más suave es la piedra, más grave es
el tono. Es una paradoja y también un poco cómico que el granito
más sólido silba, el mármol canta en un mezzosoprano y la caliza,
la piedra más musical, suena en un tenor bello y aterciopelado.
Los escultores saben eso y perciben mucho más. “Cada una tiene su
canción”, dice uno de ellos, con la convicción de que cada pieza
es un ser en sí misma. Pero cuando empieza el repiqueteo
colectivo, el ritmo abarca a todos los “instrumentos de piedra”
y, súbitamente, a cada movimiento de manos y cada postura
corporal, de modo que toda la orquesta funciona como un inmenso
metrónomo y se mueve al mismo tiempo. Cuando el toque de las
herramientas empieza a “decaer” —señal de que la concentración
empieza a fallar— Barba, el espíritu de la piedra, insatisfecho,
alza su mazo con firmeza y lo mantiene en alto. Es una señal de
que el trabajo se pausará momentáneamente y que los golpes deben
volver a armonizarse desde el principio. Todos esperan a que
cante la primera voz y suene el primer golpe de Barba…
El hecho de que fuera una armonía sin palabras me hizo pensar en
que la versión antigua, protohistórica, venía de una época en que
los habitantes de la isla y del continente hablaban otro idioma,
uno olvidado, preeslavo. Las civilizaciones cambiaron, los
idiomas se fusionaron, pero las personas siguieron iguales…
“¿Por qué la canción no tiene palabras?”, pregunté una vez. La
respuesta fue sencilla y convincente: “No las tiene, nunca las
tuvo”, o “Así también lo cantaban antes”.
(Traducción de Alina Mateos Horrisberger)
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